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Meditaciones de las cumbres
Alpinismo. Símbolo y rito de un ascenso interior
Julius Evola

180 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Chakravarti
2023, Argentina
tapa: blanda,
Edición ampliada

Meditaciones de las cumbres es un libro excepcional. No sólo se ha convertido en un clásico de todos los tiempos de montañismo, al ser el mismo Evola un alpinista de alto nivel y poder relatar con pericia del experto la experiencia de montaña, sino que tiene el poder de tocar las almas que buscan la trascendencia espiritual con la fuerza del símbolo, de una búsqueda de purificación que se hace carne en el rito de la escalada, más allá de las elucubraciones librescas y el mero conocimiento intelectual. Quienes conocen a Julius Evola saben de su erudición y maestría en la búsqueda del conocimiento espiritual de la Tradición primordial, pero con Meditaciones de las cumbres muchos han sentido el llamado de una práctica que busca ser transformadora, la posibilidad de una realización interior que raramente puede ser ofrecida hoy al hombre moderno, perdido no sólo en un mundo desprovisto de luz, sino también en miles de teorías insustanciales dispuestas para el buscador de una salida.
Demasiado a menudo se olvidó que espiritualidad es esencialmente un modo de vida; que su medida no es lo que se ha almacenado en la cabezas de nociones, teorías y cosas similares, sino lo que se logró hacer vibrar en las corrientes de la propia sangre como para traducirse en una superioridad, íntimamente vivida por el alma y un porte noble, que se expresa en el cuerpo..
Esa victoria interior contra las fuerzas más profundas que emergen en la conciencia en los momentos de tensión y de peligro mortal, es la condición del triunfo en sentido exterior, pero es el signo de una victoria del espíritu sobre el espíritu, de una íntima transfiguración. Sólo ante las fuerzas puras, abandonado a sí mismo, sin ayuda, vestido sólo con la propia fuerza, el hombre se ve arrojado a la lucha contra los fantasmas interiores, a buscar la victoria sobre la soledad, sobre el silencio, sobre el vacío, a encontrar la capacidad de despertar lo divino que hay en lo humano, la fuerza trascendente que nos permite ascender victoriosos a la cima del ego.
No en vano todas las tradiciones antiguas poseían, de modo casi unánime, un sentido sagrado y simbólico de la montaña, a la que consideraban residencia de los dioses, deidad en sí misma o espacio preferencial para héroes e iniciados, y, en general, de seres transfigurados y llevados más allá de la condición humana. Desde los tiempos más remotos, la montaña aparece como «lugar» de naturalezas divinas (el Olimpo helénico, el Walhalla como monte, el budista «monte de los héroes»), de substancias inmortalizantes (el haoma y el soma de la tradición indo-iránica) de fuerzas de realezas solares y sobrenaturales (el monte solar de las tradiciones de la romanidad imperial helenizada, el monte como sede de la «gloria» mazdea, etc.), de «centralidad espiritual» (el monte Meru y los otros montes simbólicos concebidos como «poli»), etc.
Al nivel del carácter, también la montaña deja marcas indelebles que lo forjan. Es común que el montañista aprenda la castidad de la palabra y de la expresión. La montaña enseña el silencio. La disciplina interna y la acción lúcida y precisa; una audacia alejada de la temeridad y la irreflexión, consciente del límite de las propias fuerzas y de los términos exactos del problema que debe ser resuelto. (Evola insiste especialmente en esa capacidad de concentración lúcida que el montañismo despierta y que es parte esencial también de toda vía ascética). La purificación de la acción y la superación de la vanidad. El montañismo estimula un heroísmo que huye de la retórica y del gesto exhibicionista y habitúa a una clase de acción que no se ocupa de tener espectadores, sino del gozo de estar solo, abandonado a sí mismo entre la inexorabilidad de las cosas. Pero no por ello deja de desarrollar una solidaridad activa que mantiene la distancia. Una especial camaradería de la montaña, pues si bien el carácter moldeado por la montaña se despreocupa del contacto con los otros, está disponible con lealtad y verdad cuando realmente se le necesita.
La inmersión en la primordialidad, el silencio, la desnudez y la dureza de esos grandes espacios provoca una experiencia catártica que destruye, precisamente, todo lirismo artificial, todo sentimentalismo, y que mata la subjetividad del ego distanciando de «las pequeñas vicisitudes de los hombres». Es en esa superación del pensamiento, y de la conciencia puramente egótica e individual que propicia, donde Evola reconocía el elemento ascético y contemplativo que puede llegar a manifestarse en el ejercicio del montañismo. En una unidad pocas veces comprendida en su fundamental importancia, se lleva a cabo una acción especial que extrae su sentido de una contemplación y una contemplación que extrae su sentido de una acción.
La montaña se presenta como la guardiana del umbral iniciático que todo hombre que quiera definirse como tal debe afrontar, al menos una vez en la vida; de lo contrario, hubiera sido preferible no haber nacido nunca, ya que el sentido de la existencia consiste únicamente en realizarse: y uno se realiza probándose a sí mismo.

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22 ene. 2024