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La decadencia de Occidente
Bosquejo de una morfología de la historia de la Historia Universal
Oswald Spengler
Tomo I: 448 pp,
Tomo II: 412 pp,
Tomo III: 416 pp
Total = 1276 páginas
Obra completa, Los 3 tomos incluidos
Tomo I:
La Decadencia de Occidente, de Oswald Spengler ha marcado un hito ineludible en la filosofía de la historia. Un intelectual de su talla, con tan enorme erudición y conocimiento de la historia mundial, enrostra a occidente su propia decadencia, y esto además comparado con otras civilizaciones y estructurado en un edificio intelectual asombroso.
Spengler impone un cambio en la sensibilidad histórica respecto al hasta entonces predominante optimismo historicista y progresista. Su mérito más evidente fue su ataque contra la concepción lineal y progresista de la historia, contra la idea de que hay una sola historia, una historia singular que abarca a toda la humanidad y que en conjunto se desarrolla de menos a más civilización, es decir, en una evolución indefinida. Critica así un cierto "provincianismo intelectual" de una historiografía para la que todo lo que no entra dentro de la historia occidental, embolsada en el esquema convenido: antigüedad-medievo-época moderna, sería más o menos irrelevante y marginal, cuando no inexistente. En cambio, para Spengler, la historia se descompone en ciclos cerrados y discontinuos, cada uno de los cuales corresponde a una civilización concreta e irrepetible: y de estos ciclos, el correspondiente a la civilización occidental o euro-occidental no es más que uno particular, en absoluto privilegiado. Como todos los demás ciclos, el de nuestra civilización ha tenido un comienzo preciso y tendrá su final ineluctable.
La concepción de Spengler se basa enteramente en una analogía orgánica. Para él, el fenómeno primordial de la historia, el Urphänomen goetheano, son las civilizaciones, concebidas como organismos que, aunque sean de orden superior, aunque tengan un carácter sobreindividual, como todos los organismos tienen una duración finita y presentan fases de desarrollo claramente determinadas: como los organismos visibles, las civilizaciones tienen una juventud, un periodo de madurez y florecimiento, luego una vejez seguida de un ocaso, el final.
Su “morfología de la historia universal” pretende identificar en los distintos ciclos de la civilización la recurrencia de estas fases en un sistema de correspondencias y “sincronismos” que no se dejan ver, pero no se limitan, en al ámbito de las artes, el pensamiento, la ciencia, la religión, la ética, el derecho, etcétera.
Cada ciclo de civilización expresa en sus artes, sus guerras, su pensamiento, su arquitectura, su economía, sus ciencias, etc. una determinada idea o “alma”, que pasa a dar a todas esas manifestaciones un carácter simbólico. De una civilización nada pasa realmente a otra: lo que una civilización puede tomar de otra lo toma en una función diferente, en función de una idea diferente, de la idea específica de esa civilización, para la que adquiere un significado diferente, una cualidad diferente.
Bajo este prisma, Oswald Spengler realiza un análisis comparativo de todas las grandes civilizaciones, identificando, por lo tanto, un nacimiento, un crecimiento, una decadencia y una muerte. Va pues en busca de los síntomas de la decadencia de Occidente en el análisis de los fenómenos económicos y políticos del mundo contemporáneo a él, y los ve en la afirmación de la burguesía, en la primacía de la economía sobre la política, en la democracia, en la crisis de los principios religiosos y de la libertad de pensamiento.
Los momentos extremos se señalan con el calificativo de «civilización» y «cultura». La "kultur" es una cultura positiva, vital, no exenta de una sana barbarie; la civilización, en cambio, es la cultura refinada y agotada de la decadencia internacional enferma y consumidora. Para Spengler, Occidente ha llegado a la civilización y, por tanto, está en el umbral de su inevitable decadencia. La única esperanza que se abre en este punto es la de una subversión radical de todos los pseudovalores de la época o de todo el sistema sociopolítico, capaz de devolver a Occidente a un estado primitivo renovado.
Tomo II:
Spengler nos lleva bajo una nueva luz al estudio de las diversas culturas: la Oriental, la Antigua, la del mundo árabe y la de Occidente. Según él, la gestación de una cultura se concreta primeramente en la asimilación de elementos mítico-místicos; sigue a ello la rebeldía contra la tradición, a la vez que se elabora un esqueleto científico. Una tercera etapa supone la hegemonía de la razón y el ejercicio de los valores democráticos. Por último, la cuarta etapa, o de decadencia, supone un momento de enfriamiento racionalista, con la inevitable aparición del escepticismo y el materialismo.
Aplicado a la civilización occidental, este esquema muestra que se ha agotado su milenario impulso. Así, a la religión sigue el socialismo como irreligión, la economía ya no es dirigida por la política, mientras que el dinero se ha convertido en el punto de referencia de toda realización, y la vida se concentra en unas pocas metrópolis. La sublevación de las masas transforma la técnica en una tosca instrumentalidad desprovista de aristocracia.
La visión «lineal» de la Historia debe ser abandonada a favor de una visión cíclica. El progresismo es tan sólo el producto del ego occidental —como si todo en el pasado apuntase a él, como si todo lo que sucedió sirvió tan sólo para posibilitar que él apareciese como el heredero más perfeccionado de la cadena evolutiva. Los movimientos cíclicos de la Historia son los relacionados con las Altas Culturas. La Historia consignada de la humanidad nos ofrece ocho de ellas: la índica, la babilónica, la egipcia, la china, la mejicana (maya y azteca), la árabe (o «mágica»), la clásica (Grecia y Roma) y la europeo-occidental.
Cada cultura tiene un carácter distintivo, un «símbolo máximo». Para la cultura egipcia, por ejemplo, este símbolo fue el «camino» o «sendero» que puede descubrirse en la preocupación de los antiguos egipcios —tanto en religión como en el arte y la arquitectura— por las etapas secuenciales transitadas por el alma. El símbolo máximo de la cultura occidental es el «alma fáustica» (de la leyenda del Doctor Fausto), que expresa la tendencia a ascender y a tratar de alcanzar nada menos que el «infinito». Sucede que este símbolo es trágico, porque expresa el intento de alcanzar lo que el mismo interesado sabe que es inalcanzable.
El «símbolo máximo» lo impregna todo en la cultura y se manifiesta en el arte, en la ciencia, en la tecnología y en la política. Cada espíritu cultural se expresa especialmente en su arte y cada cultura tiene la forma de arte que mejor representa su propio símbolo.
El punto más alto de una cultura es su fase de plenitud, que es la «fase cultural» por antonomasia. El comienzo de la declinación y el decaimiento de una cultura está constituido por el punto de transición entre su fase «cultural» y su fase de «civilización» que le sigue de modo inevitable.
La fase de «civilización» se caracteriza por drásticos conflictos sociales, movimientos de masas, continuas guerras y constantes crisis. Todo ello conjuntamente con el crecimiento de grandes «megalópolis», vale decir: enormes centros urbanos y suburbanos que absorben la vitalidad, el intelecto, la fuerza y el espíritu de la periferia circundante.
Con la fase de la civilización viene el gobierno del dinero y sus herramientas gemelas: la democracia y la prensa. El dinero gobierna al caos y sólo el dinero saca provecho del mismo. Pero los verdaderos portadores de la cultura —las personas cuyo espíritu todavía se identifica con el alma de la cultura— sienten repugnancia ante este poder plutocrático y sus felahs servidores. Consecuentemente, se movilizan para quebrar este poder y tarde o temprano tienen éxito en su empresa pero dentro del marco de una sociedad ya masificada. La dictadura del dinero desaparece pero la fase de la civilización termina dando lugar a la siguiente, que es la del cesarismo, en dónde grandes hombres se hacen de un gran poder, ayudados en esto por el caos emergente del último período de los tiempos plutocráticos. El surgimiento de los césares marca el regreso de la autoridad y del deber, del honor y de la estirpe de «sangre», y el fin de la democracia.
Con esto llegamos a la fase «imperialista» de la civilización, en la cual los césares con sus bandas de seguidores combaten entre si por el control de la tierra. Las grandes masas o bien no entienden lo que sucede, o bien no les importa. Las megalópolis se deshabitan lentamente y las masas poco a poco «regresan a la tierra» para dedicarse a las mismas tareas agrarias que ocuparon a sus antepasados varios siglos atrás. El frenesí de los acontecimientos pasa por sobre ellos. Y en ese momento, en medio de todo ese caos, surge una «segunda religiosidad»; un anhelo a regresar a los antiguos símbolos de la fe de esa cultura. Las masas, fortificadas de ese modo, adquieren una especie de resignación fatalista y entierran sus esfuerzos en el suelo del cual emergieron sus antepasados. Contra este telón de fondo, la cultura y la civilización creada por ella, se desvanecen.
Tomo III:
La decadencia de Occidente no está dirigida exclusivamente a poner de relieve de forma sistemática el carácter crepuscular de la última civilización occidental, sino más bien de la exposición de una filosofía general, de la que la filosofía y la morfología de la historia universal son una consecuencia, y de la que las opiniones spenglerianas sobre la decadencia de Occidente y las formas en que está destinada a terminar nuestra civilización son también, por así decirlo, consecuencias de segundo orden.
Su obra nos enseña que la fuente espiritual de nuestra cultura está en su voluntad de vida inmaterial, irracional e intuitiva; ella es la que produce todo signo externo, todo mito y toda alegoría de lo eterno, y a la vez todo resultado y toda realización práctica de la cultura. Al progresivo abandono de este sentido idealista de la vida corresponde la progresiva entrada en el período de decadencia de la cultura, llamado civilización, etapa en la que un acelerado desarrollo técnico no se relaciona con algún desarrollo espiritual.
Cada civilización no sólo tiene una concepción diferente del mundo y de la vida, que procede de uno de sus “símbolos elementales”, sino también una ciencia diferente, una matemática diferente, una física diferente. No existe una matemática, una pintura, un derecho, una economía, etc. en singular o en universal, sino que existen las diferentes matemáticas, las diferentes líneas de pintura, las diferentes economías, los diferentes derechos, etc. de las distintas civilizaciones, cada una de las cuales tiene un espíritu, un significado y un valor simbólico diferentes.
En cualquier caso, la fase de la “cultura” es la cualitativa y diferenciada, vinculada a los símbolos elementales del castillo y el templo, centrada en las dos “castas primordiales”, la nobleza y el sacerdocio, con énfasis en los valores de la raza, la tradición, la costumbre viva, el sentido del destino y la intuición artística. Una vez superado el vértice de cada ciclo, y esencialmente con el auge de las ciudades, el advenimiento del Tercer Estado y, finalmente, el régimen de las masas, todos estos valores se desvanecen, y de la “cultura” se pasa a la “civilización”, inevitable fase terminal y crepuscular de cada ciclo. En la civilización predomina el intelecto abstracto, el puro “ser despierto” desvinculado del instinto, de la raza y del sustrato cósmico. Aquí lo orgánico es sucedido por lo inorgánico, la experiencia vivida por el azar mecánico, el mundo como historia por el mundo como naturaleza, la forma por la carencia de forma. La civilización asiste al advenimiento de la máquina, a la omnipotencia del dinero y las finanzas, al régimen de masas y anticasta. Su símbolo último es la metrópoli, la ciudad cosmopolita en expansión, que absorbe y devora el campo y sus energías. Social y políticamente, la civilización termina en el napoleonismo y el cesarismo: es el poder informe en manos de individuos que controlan despóticamente las fuerzas y los hombres de este mundo interiormente disoluto y oscuro. Más allá, ya no hay historia en el sentido superior, ya nada tiene sentido y poder de símbolo, las formas primitivistas, ahistóricas, “eternas”, puramente biológicas del retorno primordial.
A quienes piensan que su teoría estaba equivocada solo queda hacerles la misma pregunta que Spengler hacía a sus críticos: Miren un poco a su alrededor. ¿Qué es lo que ven?
Ante la caída de los valores solo queda resistir fieles a sí mismos. Como en la poética descripción de la fatalidad del destino humano con que Spengler concluye su ensayo “El hombre y la técnica”:
“Hemos nacido en este tiempo y debemos recorrer violentamente el camino hasta el final. No hay otro. Es nuestro deber permanecer sin esperanza, sin salvación en el puesto ya perdido. Permanecer como aquel soldado romano cuyo esqueleto se ha encontrado delante de una puerta en Pompeya, y que murió porque al estallar la erupción del Vesubio olvidáronse de licenciarlo. Eso es grandeza; eso es tener raza. Ese honroso final es lo único que no se le puede quitar al hombre”.
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