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Idioma
Español
Formato
Físico
Editorial
Centro Editor de Córdoba

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ISBN
9789878627373

Descripción

Editorial: EDICIONES MASONICAS ARGENTINA - LIBREPENSADOR EDICIONES
Ciudad de Córdoba - CAPITAL

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CUENTOS DE LOS 5 ELEMENTOS
GUSTAVO ROBERT

LIBRO FISICO, FORMATO A5 DE 154 PAGINAS.

Con un estilo directo, claro y contundente, estos once cuentos son un paseo por las distintas facetas de la condición humana.
En sus relatos, algunos realistas y otros fantásticos, Gustavo Robert describe al ser humano en su simpleza y en su multiplicidad, ubicándolo en escenarios totalmente dispares.
Emplea desde textos netamente descriptivos hasta monólogos de conciencia para hacer una pintura cubista de la psiquis humana, atravesando terrenos ordinarios, extraordinarios y hasta sobrenaturales.
En sus páginas, probablemente el lector encuentre desglosados personajes que tal vez identifique con alguien de su entorno o, por qué no consigo mismo, compartiendo vivencias y sentimientos que podrá observar desde la distancia que da la narrativa.

Prólogo


La lectura de cuentos literarios es uno de los muchos placeres que encontramos en nuestras vidas.
Desde su primer libro “Cuentos de Malvinas y otras Guerras”, Gustavo Robert ha incursionado en este género breve, también con “Cuentos de Tiza y Pizarrón”, y “Cosas Olvidadas”, entre otros.
En este nuevo trabajo, “Cuentos de los 5 Elementos”, el autor nos presenta sabrosas historias relacionadas con los elementos de la Naturaleza, aquéllos que los antiguos griegos consideraban como patrones.
De esta manera, en cinco estrados se agrupan piezas dignas de llamar nuestra atención. Amables unas, apacibles otras, en general tiernas y emotivas, a veces tormentosas... Desde “Con Tiqui” hasta “Uritorco”, querido lector, se van desarrollando las historias con su dosis exacta de realismo, poesía, imaginación, humor o tragedia.
A todos nos tocan, de una u otra manera, algunas de ellas. Puede ser que nos veamos reflejados en algún personaje, tal vez hayamos vivido (o vivamos en estos momentos) situaciones parecidas, quizás la pérfida venganza y posterior castigo de Hera nos recuerde algún episodio de nuestra vida…
Baste decir que cada uno de los cuentos es, en sí mismo, un círculo perfecto, un reflejo del mundo en que habitamos y de nuestro mundo interior, conjugados. Está allí expuesto nuestro propio ser en una suerte de introspección literaria.
Desde el comienzo los cuentos nos cautivan y nos intriga su desenlace; son de fácil lectura y nos sentimos inducidos a leerlos “de un tirón”.
Y como expresó Cervantes en el prólogo de su “Don Quijote”, al decir “…No he podido yo contravertir el orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante…” tampoco Gustavo Robert ha contravertido el orden natural; más aún, su bella narrativa ha engendrado una nueva y particular mirada sobre el devenir de nuestras propias historias.
Cuentos elocuentes y atrapantes. Para leer, releer y deleitarse en ellos.

María Luján Ramos
Escritora, docente, artista plástica.


UN CUENTO PARA DISFRUTAR.
Fuego

Fosforito Molfini

Uno de los siete pecados capitales es la vanidad y si existía en el colegio una encarnación de ella, era Marcelito Molfini.
Su papá, industrial metalúrgico, había construido un imperio partiendo desde la nada. A los 18 años había comprado un torno de 90 cm de bancada para fabricar piezas en un galponcito de 4 x 6 m y con mucho ingenio y sudor, se había transformado en el fabricante de válvulas para motores más grande del país, amasando una fortuna.
Entre sus ínfulas de nuevo rico, se incluía alardear ante sus amigos con la belleza y juventud de su esposa, mujer unos 18 años menor que él, bastante limitada intelectualmente, quien gastaba en boutique, peluquería y cosmetología el monto equivalente al salario de varios obreros de la fábrica.
El materialismo, la superficialidad y la ostentación reinante en el hogar fueron la constante en la crianza de su único hijo, Marcelito.
No era un mal chico pero la fanfarronería y el narcisismo que eran las características más sobresalientes de su personalidad, eclipsaban lo mucho de bueno que atesoraba.

Tal vez la aventura más común entre los adolescentes era entonces realizar una expedición en carpa sin adultos, ya que al embriagante sabor de la libertad se le agrega el desafío de enfrentar a la naturaleza con sus propias armas, sin ayuda de nadie. Por eso Marcelito invitó a “Guillito” Pruvost, Roberto Marzioni y Jorge “Cachín” Rosato, sus amigos del colegio, para estrenar el equipo de camping que le habían regalado para su decimoquinto cumpleaños.
El proyecto era pasar un fin de semana acampando en un bosquecito de paraísos distante unos 400 metros del casco de la estancia de su padre.
Iban a vivir de la caza. Bueno, es en sentido figurado porque sólo contaban con un rifle de aire comprimido con el que podían capturar algunas torcacitas para hervir con unas papas en el calentador “Primus” que les había prestado la abuela de Jorge.
Luego de su “supervivencia” de un fin de semana, llegarían al colegio llenos de anécdotas para impresionar a sus compañeros.
A los catorce o quince años comienzan los primeros amoríos y la idea de Marcelito era agregar a sus ojos azules, a su melena y a su vanidad, un ingrediente más para conquistar a las chicas.
Al comenzar los ’70 no había videojuegos, celulares ni ningún artilugio tecnológico que pudiera distraer a la juventud de una vida al aire libre, como ocurre hoy. Así que, aunque sólo los separaban 400 metros de la ayuda de algún adulto, se podían dar el lujo de sentirse auténticos exploradores. En definitiva, era como acampar en el patio de la casa pero eso no quitaba valor a la expedición.
Temprano por la mañana, partieron rumbo al campo a bordo de la Ford F 100 del padre de Marcelito, conducida por el encargado de la estancia. En la caja iba la flamante carpa canadiense para 4 plazas, una heladera portátil con comida y bebida por si la caza fracasaba, las bolsas de dormir y un cajón de madera con frutas, utensilios, elementos para hacer fuego, el calentador “Primus” y un bidoncito de kerosene para hacerlo funcionar.
A los fines, la abuela había instruido a Cachín sobre cómo encenderlo pues mal operado podía explotar. En la parte inferior tenía un depósito de combustible al que había que bombear para dar presión y liberar el gas que saldría por la hornalla, por ello había que ser cuidadoso en el manejo.
En la cabina junto al conductor, iban Marcelito y Roberto quien llevaba el rifle entre las piernas. Atrás y tratando que el cajón con las vituallas no saltara demasiado por los pozos del camino, viajaban Guillito y Jorge porque en aquellos años, no multaban a nadie si llevaba pasajeros en la caja de una camioneta.
Llegaron a destino y el encargado les advirtió:
-Cuidado muchachos, con las víboras porque cuando hay viento norte se ponen más malas. Cualquier cosa que necesiten, yo voy a estar acá. -
Los aventureros se encaminaron al bosquecito y armaron la carpa bajo la guía de Jorge que tenía alguna experiencia en el tema. Acomodaron las cosas y comieron unos sándwiches para salir a la tarde en búsqueda de alguna presa.
Así lo hicieron pero la cacería fue escasa. Con un rifle de aire comprimido no se puede pretender demasiado. El único botín fue una palomita. De todos modos, hambre no iban a pasar.
Marcelito se reía con cada tiro que sus amigos erraban. Había obtenido la única presa y eso era suficiente para sentirse “el cazador” del grupo, lo que alimentaba su ego.
Mientras caminaba en fila por el campo con sus tres amigos turnándose para disparar, sacaba a cada rato un peine de bolsillo y acomodaba su melenita tipo Beatle, de moda en esos años, preguntando:
-¿Ché, estoy bien?-
Al anochecer las aves volvieron a sus nidos, que abundan en los árboles de paraíso del campo santafesino.
Con las últimas luces del crepúsculo empezó la caza nocturna.
El método consistía en que uno alumbrase con una linterna portátil la copa hasta encontrar un nido. Encandilar a los pájaros mientras otro ultimaba a la presa con un certero balinazo.
Entre la juventud no existía entonces la conciencia ecológica que hay hoy y hacer maldades de ese tipo resultaba divertido.
Se aprestaron para obtener la cena. No hacía frío así que no fue necesario abrigarse.
Los cuatro expedicionarios se internaron en la arboleda y empezaron una búsqueda sistemática de algo para cazar.
Echaron a la suerte quién llevaría el rifle y quién la linterna hasta encontrar el primer nido. El designado número uno para disparar fue Roberto y el iluminador fue Guillito quien sería el segundo tirador. Luego lo harían los dos restantes. Marcelito quedó último y aunque protestó bastante porque quería ser quien comenzara la ronda, tuvo que aceptar lo dictado por el azar. Además, él ya contaba en su haber con una torcaza.
Pasada media hora de búsqueda, vieron el primer nido.
Guillito trató de encandilar a una calandria que asomó la cabeza pero Roberto se demoró en disparar y el ave huyó en la oscuridad a otro árbol.
-¿No ven que no sirven ni para hacer globitos ustedes dos?-, los increpó Marcelito. –Dale, Guille, agarrá vos el rifle-, agregó ofuscado.
Cambiaron los puestos y siguieron avanzando por el bosque. Algo molesto, Roberto tomó la linterna.
Quince minutos más tarde, otro nido con una pareja de torcazas.
-¡Ahí hay otro!-, susurró alguien.
Se escuchó el estampido sordo del pistón del rifle pero Guille erró el disparo y ambas palomas, asustadas, volaron mientras un huevo cayó rompiéndose en el hombro de Marcelito.
-¡Pero, si serán pelotudos!-, exclamó. –Además de tener que cenar sándwiches, se me manchó esta remera que es nueva-, dijo mientras apartaba con la mano su cabello del hombro que tenía la cáscara adherida. Entre tanto, el huevo chorreaba por su brazo.
-Cachín, tomá el rifle-, dijo Guillito reprimiendo su risa. Marcelo se hizo cargo de la iluminación.
Caminaron unos cincuenta metros más, siempre escudriñando las copas. Vieron un hurón trepado a un gajo buscando algo para llevar a sus crías que esperaban hambrientas en la madriguera.
-¡Tirale!- gritó Roberto.
Si cazar un pájaro no era fácil para ellos, mucho más difícil era capturar un hurón que advertido por el grito se escabulló corriendo entre las ramas.
-¿Vos sos estúpido o qué? ¿No ves que lo espantaste?-, dijo el tirador frustrado tratando de justificarse.
-¡Déjense de joder y sigamos buscando!-, ordenó Guillito.
-Si le erraste por burro, no te quejes-, agregó Marcelo.
Continuaron la pesquisa otro rato y nada.
Oyeron un aletear en el único algarrobo que se erguía entre los paraísos.
Se acercaron cautelosos y el haz de luz descubrió otro nido. Esta vez, una pareja de horneros que entraba a su refugio.
Roberto apretó el gatillo pero el proyectil impactó en el borde de barro compactado y arrancó un pequeño trozo.
-Los pájaros están adentro, bajemos el nido y los liquidamos- propuso Marcelito.
-¿Subís vos? ¿No ves a la altura que está? ¿Querés romperte el alma o rayarte todo con las espinas?- le preguntó Jorge con sarcasmo.
-Dale, boludo, ya van a ver lo que es cazar. Ahora me toca a mí. Dame ese rifle-, replicó con soberbia el último tirador.
Escrutaron un poco más la copa y entre las ramas más altas apareció clara la silueta de una paloma buchona enorme, casi del tamaño de una gallina.
Sin decir palabra, Marcelito apuntó y disparó.
El ruido del impacto del balín en el pecho del ave se percibió nítidamente. Muerta, la paloma cayó golpeando con las ramas más bajas.
-¡¡Sí!! ¿Ven cómo se hace, pedazo nabos?-, exclamó con tono burlón el cazador, mientras Guillito recogía del suelo la presa.
-Ahora a cocinar. Una torcaza y este pedazo de paloma nos alcanza para comerlas con papas-, dijo Roberto feliz.
La aventura empezaba a tomar cuerpo. Se sentían verdaderos expedicionarios.
Jorge y Guillermo las desplumaron.
Con unas ramitas secas hicieron una fogata para quemar los restos del plumaje, mientras Marcelo buscaba un cuchillo para eviscerar ambas aves.
A la luz del fuego, sobre una tablita, les quitaron las tripas y las trozaron. Luego, pelaron unas papas y sazonaron la carne.
Buscaron la ollita en la caja de madera, le echaron agua hasta la mitad, sal y ya estaba todo listo para empezar la cocción.
Jorge extrajo el calentador Primus de su abuela y el bidón de kerosene. Con cuidado vertió el combustible en el tanquecito, bombeó para darle presión y se dispuso a encenderlo.
La noche estrellada no podía ser mejor escenario para terminar un día de aventuras.
Cuando se alcanzó a oír el siseo del gas de kerosene saliendo por la hornalla, Jorge arrimó la pequeña llama del encendedor, que se apagó.
Hizo un intento más pero sólo salió aire. La llamita se apagó de nuevo.
-Ese encendedor es una batata, aquí tengo un Zipo que me dio mi viejo. Dejame a mí-, dijo Marcelito con jactancia.
Se acercó al calentador y lo bombeó más, para que tuviera presión suficiente.
-¡Pará!-, dijo Jorge. –Mi abuela me dijo que no lo bombeemos mucho.-
-Yo sé lo que hago-, contestó el compañero.
El siseo se escuchó con más intensidad. Mientras tanto, Roberto y Guille observaban parados a un par de metros de distancia.
De rodillas y arrimando el oído a la hornalla para verificar que saliera suficiente gas de kerosene, Marcelo no se percató de que parte de su melena de Beatle caía demasiado cerca del calentador.
Encendió el Zipo sin alejar su cabeza del Primuns y cuando la llama estaba a unos treinta centímetros de la hornalla, se escuchó una explosión grave y un fogonazo encandiló a los tres espectadores.
Había refrescado un poco y la suerte quiso que Guille se pusiera una campera de cuero.
Marcelo sintió su cabello en llamas y comenzó a correr a los gritos, dándose manotazos en la cabeza. Contrariamente a la lógica, sentía frío en su cara.
Cachín se quedó inmóvil sin saber qué hacer. Roberto, espantado, sintió que la presión se le bajaba y sólo atinó a arrodillarse mientras veía en la oscuridad únicamente la melena en llamas de su amigo que se desplazaba corriendo sin rumbo entre los árboles.
Jorge dio un salto hacia atrás ante la explosión y quedó sentado en el suelo mirando el calentador con ojos desorbitados y riéndose nerviosamente.
Cada uno reaccionó de manera diferente. Por suerte, Guillito era de los que cuando hay peligro le sube la adrenalina y se le encienden todas las luces.
Corrió hacia Marcelo, que no dejaba de gritar y le envolvió la cabeza con su campera sofocando las llamas.
De la melenita de Beatle que tanto enorgullecía al quemado, sólo habían quedado unos mechones irregulares. Se le habían chamuscado las cejas y las pestañas y tenía el rostro rubicundo pero por suerte, no había sufrido quemaduras importantes.
Ya más calmado, Guille llevó a Marcelo hasta la carpa mientras preguntaba lloriqueando:
-¿Estoy desfigurado? ¿Cómo quedé?-
Al ver que no había nada grave, Roberto empezó a reírse a carcajadas.
-¿De qué te reís, pelotudo?-, decía entre lágrimas Marcelito.
-¡Desapareció tu melenita!-, respondió el amigo sin dejar de reírse.
-¡Denme un espejo!-, exclamó Marcelo.
-¿De dónde corno querés que saquemos uno?-, contestó Cachín.
-Vamos así te mirás-, dijo Guillermo.
Caminaron en la oscuridad los 400 metros que los separaban de la casa, lo llevaron al baño y lo pusieron frente al espejo.
Dio un grito de espanto y empezó a llorar lamentando la quema de su cabellera, sus pestañas y cejas.
-¡Soy un monstruo!-, exclamó
-Bueno, el pelo crece. Lo importante es que no te quemaste tu hermoso rostro-, le respondieron entre risas.
Como es de imaginar, la expedición terminó esa misma noche. Sin desarmar el campamento, apagaron la fogata, subieron a la F 100 y volvieron a la ciudad con los dos que viajaban en la caja bien tapados para evitar el fresco nocturno. A las palomas las disfrutaron dos comadrejas.
Marcelito llegó a la clínica. El médico de guardia le untó la cabeza con Pancután, previa rapada, y lo mandó a su casa a descansar.
El lunes el relato de la aventura había despertado la atención del colegio y la anécdota era la comidilla de todas las aulas
El martes, con la autoestima carbonizada, Marcelo regresó a clase. Pero lo más humillante para el quinceañero Narciso fue que de ahí en más dejó de ser el rico carilindo que todas las chicas miraban en los recreos. Desde entonces se lo conoció como “Fosforito” Molfini, mote que todavía hoy, cuando se reúnen en las cenas de egresados siguen empleando.
Marcelo ya se acostumbró a su sobrenombre. La melenita no volvió nunca más y con los años la calvicie fue ganando su tapa craneana.
A pesar de todo, quedó algo positivo de aquella aventura. Esa noche entre los paraísos, junto a su melenita de Beatle, el Primus quemó también su gigantesca vanidad.

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