Cosas Olvidadas. Gustavo Robert. Historias De Tango
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Descripción
COSAS OLVIDADAS
GUSTAVO R. ROBERT
EL AUTOR
Gustavo R. Robert nació en Buenos Aires en 1957 y pasó su niñez y juventud en la ciudad de Rafaela, Sta. Fe.
Profesor de Historia y Licenciado en Educación, ejerció la docencia a niveles medio, superior y universitario.
Cuenta con numerosas publicaciones, fundamentalmente sobre Política e Historia, disciplina ésta en la que se desempeña como investigador.
Ha actuado en los medios de comunicación como publicista y periodista radial y gráfico. Realizó trabajos de difusión científica en Radio y Televisión, lo que le valió una beca del Goethe Institut de Alemania para cursar estudios en ese país.
Es autor de las siguientes obras:
“Arqueología de Campo” y “Comunicaciones Mediterráneas”, en el área de las ciencias.
“Cuentos de Malvinas y Otras Guerras” y “Cuentos de Tiza y Pizarrón”, en el ámbito de la ficción.
Actualmente vive en la localidad de Villa Gral. Belgrano (Cba.).
INTRODUCCIÓN
Los refranes son evidentes manifestaciones de la sabiduría popular. A fuerza de reiteradas experiencias, los pueblos acuñan expresiones tales como: “cada familia es un mundo”.
Coherente con esa idea, y consciente de la riqueza que cada hogar atesora en anécdotas, escribí estos cuentos con la intención de registrar, ficcionados en parte, algunos sucesos relatados por mis mayores a los que consideré dignos de dejar plasmados en el papel.
Si se me permite el término, escarbando en mi memoria, en la de familiares y de amigos, encontré material riquísimo con el que se podía hacer una breve descripción de la realidad argentina a lo largo de poco más de un siglo, mediante historias particulares.
Las anécdotas que me refirieron estaban inmersas en diferentes contextos que les daban un especial clima a cada una y, en su conjunto, eran la síntesis de muchos de los hechos acaecidos en nuestro país.
Por mi formación, nacida en el seno de la Historia, no pude sustraerme de otorgarles un trasfondo descriptivo. En consecuencia, intenté brindar un firme asidero al momento de ubicar temporal y espacialmente cada relato.
Así, se podrán percibir fenómenos como el surgimiento del tango, de las luchas obreras, enfrentamientos políticos y, entre otras cosas, diferentes aspectos de la vida cotidiana.
Tengo casi la seguridad de que, si el lector hace un ejercicio de memoria, encontrará en sus historias familiares situaciones similares a las descritas en estas páginas. Es posible también que se sienta identificado con alguno de los protagonistas y experimente cierta emoción al leerlas. Ello le permitirá mantener vivos esos recuerdos para retransmitirlos a su vez a las jóvenes generaciones, colaborando con la formación de su identidad.
Si eso ocurre, habré cumplido con mi cometido.
Gustavo R. Robert.
Villa Gral. Belgrano, 26 de febrero de 2018.
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MUESTRA DE CUENTO (parcial)
EL PATIO DE LA PECOSA
Sin terminar de reparar el Ford T de un cliente, François Monleón se dirigió al piletón y se lavó prolijamente las manos. Cerró el portón, cruzó la calle y caminó hasta una cigarrería a darse uno de los pocos gustos que su taller le permitía: un habano por la tarde y el baile del sábado por la noche en el Chanteclair.
El cabaret montevideano, propiedad de don Emilio Matos , era su coto de caza. Allí se mezclaban, entre hombres de todo tipo y clase social, mujeres de vida fácil y algunos marineros extranjeros que lo buscaban para que les diera clases de tango y otras “cositas” que no precisamente las alternadoras podían ofrecer. El mote de Pancho el Medio Guapo, para no decirle el afeminado, era autoría de Amalia, la Pecosa, igual que la mayoría de los apodos de los que, por el año `10, frecuentaban su patio de baile.
Había llegado al Plata como mecánico en un vapor, directamente desde su Niza natal. Alternaba temporadas entre Buenos Aires y Montevideo, de acuerdo a si la cana lo junaba o no, cuando se hacía el cariñoso con los visitantes extranjeros. Así se permitía vivir con relativa tranquilidad, mientras no despertara sospechas sobre sus hábitos sexuales.
Una voz grave y clara dijo:
-¿Seguís con paladar de Champagne y bolsillo de grapa?-
Sin siquiera desviar la mirada de la estantería, donde el empleado buscaba su habano, respondió con apenas reconocible acento francés:
-Tenés menos plumas pero te conozco el cacareo, Chajá.-
Giró sobre sus pies y se fundieron en un abrazo.
-¿Qué hacés por acá?-, preguntó el mecánico.
-Vine de Melo por un conchabo . Vivo en la frontera con Brasil desde que fue el entrevero con el Payaso.-
Hizo una pausa y enfatizó:
-¡Maldita sea esa noche! Menos mal que me avivaste, Pancho. Gracias a vos no soy finado. Te debo una grande, francés.-
-No hay de qué, a un amigo no se le falla y ese tal Carlos Moro no valía nada. Sólo era un gigoló que quería prendérsele a la Araña. Lo fulero fue que el berretín de la ricachona eras vos, Chajá.-
¿
Amalia Cardenal, conocida como la Pecosa, era modista de varias mujeres aristocráticas. Con lo que sobraba de tela de la ropa que cosía, se hacía su propio vestuario para lucirlo en lo de Laura donde se destacaba por ser una de las mejores bailarinas del salón.
Tenía una belleza salvaje, cutis terso con numerosas pecas, nariz aguileña, físico exuberante, ojos grandes y bailando era un prodigio. Pero lo que más llamaba la atención era su rapidez para las respuestas, su carácter afable y su creatividad a la hora de poner sobrenombres. Esa simpatía natural la había hecho popular entre los habitués del salón. Todos festejaban sus bromas y ocurrencias. No se le conocía pareja y se daba el lujo de elegir bailarín porque todos querían, aunque fuera, dibujar un par de ochos en la pista con ella.
Una noche se acercó a la mesa desde donde Laurentina controlaba el local, se sentó a su lado y le dio la noticia:
-Laura, necesito un consejo. Murió una tía mía y me dejó una casona en San Telmo. No sé qué hacer, yo soy una simple modista.-
La obesa veterana la tomó del mentón como si fuera una hija y haciendo a un lado su fingido refinamiento, respondió.
-¡Ay, Pecosa! ¡¡Vos sí que sos gilastruna!! Tenés una mina de oro y no sabés qué hacer con ella. Buscate un bacán que ponga la biyuya y montá un atelier de costura para las finolis de tus clientas.-
-El lugar no sirve, está por el paseo Colón. Además hay que echarle mucha guita para hacer algo bueno-, aclaró la Pecosa.
-Entonces, no lo dudés, poné un patio de baile. Cerca del puerto no te faltará clientela.-
Y fue así como, al poco tiempo, asesorada por la célebre Laura, Amalia inauguró su negocio que, a pesar de tener nombre francés, “Le Coq Noir” , como se estilaba entonces, se lo conoció popularmente como “el patio de la Pecosa”.
De a poco, el lugar se fue nutriendo con personajes de todo tipo. Aparecieron mujeres y detrás de ellas, los hombres. Era un verdadero cocktel.
Entre las concurrentes más asiduas brillaba Ivonne Guisard, una judía francesa. Llegó a Buenos Aires con sus padres quienes, incómodos por la ola de antisemitismo desatada en su patria a raíz del caso Dreyfus , vendieron sus negocios en París para invertir en Argentina. Don Aarón, el jefe de familia, falleció repentinamente, dejándola heredera, entre otras cosas, de una estancia en Pigüé. La niña Ivonne, como la llamaban entre casa, había tomado un mal hábito. Cuando le gustaba algún guapo que era buen bailarín, le ofrecía trabajo y, prácticamente, lo recluía en la estancia. Allí pasaba un tiempo bailando tangos “en privado” al ritmo de la pianola, hasta que se cansaba y lo reemplazaba por uno nuevo.
La Araña, como le puso Amalia, los envolvía con su delicadeza y hermosura, para comérselos luego en la cueva. Su belleza era legendaria, tenía ojos verdes almendrados con pestañas que parecían abanicos. La boca perfecta, el cuerpo voluptuoso, una abundante melena ondulada castaño claro y una manera de hablar que ablandaba al más duro. Era la perfecta “femme fatale” .
Otra de las que solían frecuentar el patio era la Rata, Ángela Rivera, una veterana quemera que lo poco que ganaba se lo echaba encima en pilchas o se lo daba a un vividor, Carlos, el Payaso, Moro.
La Rata no era fea, cimbreaba su cuerpo menudo con habilidad, lo que hubiera sido suficiente para conquistar a más de uno. Pero tuvo la desgracia de enamorarse de un atorrante bastante más joven que ella, quien la esquilmaba aprovechando que estaba ciega de amor. Al galán le habían puesto de sobrenombre el Payaso porque bailaba ridículamente, con grandes zancadas, encorvando el torso hacia adelante como si fuese un personaje circense con grandes zapatones. Él era, en síntesis, un ser despreciable que alardeaba con el poco dinero que le sacaba a la pobre mujer.
Indudablemente, el mejor bailarín del local era Roberto Franconi, carpintero ebanista, hijo de italianos. Buen mozo, leal, simpático y de buenos modales. Hombres y mujeres se admiraban de las figuras que el Tanito dibujaba en la pista. Era el único al que Amalia reconocía como más tanguero y creativo que ella. Aparecía con su infaltable boina blanca y tenía la seguridad de nunca recibir un no al momento de sacar a una dama a bailar. Ningún hombre se ofendía porque el Tano era respetuoso y verlo desplazarse en la pista daba verdadero gusto.
A veces también visitaba el patio de Amalia, Mary Taylor, una solterona delgada, alta, discreta en sus modales y movimientos, culta y buena conversadora. Sus padres eran maestros que había traído el Presidente Sarmiento cuando organizó el sistema educativo argentino. Mary trabajaba como institutriz y había sido la artífice de la formación intelectual de varios “niños bien” de Buenos Aires. Hablaba con fluidez inglés, francés y alemán, y a pesar de la marcada diferencia de edad, se habían hecho grandes amigas con Amalia, cuando ésta aún era modista. La Flaca, como le llamaban, le había “echado el ojo” a un irlandés funcionario ferroviario, viudo y bien plantado, James O’Leary. Sabía que, cada tanto, el gringo se apersonaba por el local para enganchar alguna grela medio facilonga porque, aunque era desenvuelto en el hablar cotidiano, la timidez le hacía olvidar el castellano al momento de abordar una mujer. A más, tenía otro problema, el mal aliento, por eso le decían el Muerto, pero eso a la Flaca no la preocupaba. Mary tenía ventaja sobre las demás al momento de conversar con él y pasaban la noche meta darle a la “sin güeso”.
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Anselmo preguntó con mirada cómplice: -¿Siempre cambiando de orilla, franchute? -
-Y, vos sabés cómo es la cosa. Son vicios que uno tiene-, respondió algo ruborizado. –Contame un poco sobre vos-.
-Como te imaginás, me tomé el olivo después de achurar al Payaso y acá en la Banda Oriental enseguida conseguí trabajo. No de cuarteador , como allá, pero sí con animales. Lo que más lamenté fue abandonar a mis dos percherones. Un albino como el Polar y un alazán rabicano calzao de cuatro , como el Flamenco, jamás volví a encontrar. Eran los pingos más lindos que vi en mi vida y muy gauchitos pa’l laburo .-
-Las cosas cambiaron mucho en Buenos Aires, te habrás enterado-, replicó el francés. -Ahora Alvear está disfrutando de los mangos que llovieron con la guerra. La que está hecha una bacana es la Pecosa.-
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Cierta noche en lo de Amalia, cuando el ambiente estaba bien animado, hizo su entrada un criollo de rostro curtido que acusaba más edad que los 34 años que tenía. Se acercó al mostrador vestido con pantalón fantasía y botines, ambos alquilados, chaqueta corralera, pañuelo al cuello y chambergo de ala ancha echado sobre la ceja izquierda. Tenía rasgos armoniosos en su rostro, que lucía una nariz afilada, labios finos y abundantes mostachos negros encorvados hacia abajo que casi llegaban a la barbilla. Su aspecto era muy varonil y discreto pues no hacía alarde del cuchillo criollo que llevaba en el interior de la chaqueta ya que el facón hubiera asomado mucho detrás de su cintura.
Con decir pausado pidió cerveza. Tomar caña en ese lugar no era aconsejable, se sube rápido a la cabeza y podía terminar en gayola.
Por ser un nuevo parroquiano, Amalia se acercó a saludarlo. Conocía perfectamente el léxico que debía usar con cada visitante. A los pitucos les hablaba a lo fino, a los reos, lunfardo puro, con los criollos el trato era llano y respetuoso.
-Bienvenido, paisano, un gusto. Soy Amalia Cardenal, la Pecosa pa’ los amigos. ¿Es de la zona?-, se presentó la propietaria con acento amable.
-El gusto es mío, patrona. Anselmo Torreón. Así es, yo soy bien porteño pero ahora ando por Luján. Soy cuarteador de oficio y con esto de los Trainways eléctricos que han puesto, muchos como yo nos quedamos sin trabajo y tuvimos que irnos a otros pagos. Vine a traer unos animales que un estanciero de Casalins acaba de comprar. Jacinto Chiclana es su nombre-, contestó el hombre mientras movía levemente el ala del sombrero con su índice y pulgar derecho.
-Bueno, disfrute del local, la noche recién empieza. ¿Se va a quedar mucho tiempo en Buenos Aires?-, preguntó la pecosa.
-Tal vez un par de meses si la cosa viene buena. Don Jacinto me ofreció trabajo.-
- Polaco, hacele un descuento en la primera vuelta al paisano-, indicó Amalia al empleado de la barra.
-Se agradece, patrona. Esto da ganas de volver-, dijo Anselmo con una sonrisa.
El gesto del cuarteador se aniñaba al sonreir, dándole cierta ternura en la expresión, cosa que no pasó para nada desapercibida a Ivonne Guisard. Desde una mesa del otro lado del patio, acompañada por niños bien, la Araña observaba con atención su porte de varón. Los jóvenes que la rodeaban eran bien parecidos, con físicos atléticos típicos de muchachos de club, que podían gozar del ocio. El cuerpo de Anselmo era delgado y fibroso, hecho a fuerza de trabajo duro, cosa que era la debilidad de la francesa.
Entre tanto, la pista estaba nutrida de bailarines que trataban de impresionar con sus figuras. Con corridas, cortes, sacadas, ochos y barridas , las parejas dibujaban firuletes en el piso de ladrillo.
La Rata, con el pelo algo grasiento y fuerte olor a agua florida, se contoneaba con el Payaso, siguiendo las excentricidades de su baile. El joven, muy blanco de tez, con algunos rulos negros que asomaban por debajo de un sombrero tipo hongo, tenía barba candado y una mirada torva que le daba aspecto de degenerado. Cada vuelta en la milonga le echaba una ojeada a la Araña y le hacía alguna mueca para llamar su atención. Ella gozaba de la situación y esbozaba una sonrisa sin mirarlo, como para mantener “la pava caliente”. Ambos eran muy perversos.
continúa ...
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